Con su marcha hacia la Embajada boliviana y sus expresiones (correspondidas) de respaldo a la autoproclamada Jeanine Áñez, el no menos autoproclamado Juan Guaidó y una parte de la oposición venezolana dejaron claro, indiscutiblemente, que apoyan sin medias tintas al gobierno de facto de Bolivia, autor de un golpe de Estado y de una de las más despiadadas olas de represión de la historia de un continente en el que las olas de represión se acumulan en gordas antologías.
Es más, resulta evidente que Guaidó y su grupo no solo apoyan lo que está pasando en el altiplano. También envidian a la élite clasista y racista que derrocó a Evo Morales y que está demostrando su determinación de exterminar al movimiento popular boliviano a menos que se doblegue ante sus dictámenes.
Es alentador saber que de la concentración opositora de Caracas (pequeña en comparación con otros tiempos), solo una fracción se movilizó hacia la sede diplomática. Otros marcaron distancia: una cosa es querer que el «cese a la usurpación» y otra, muy pero muy distinta, es respaldar a una sangrienta tiranía.
Si alguien ha pasado años denunciando violaciones a los derechos humanos supuestamente cometidas por un «rrrrégimen», ¿con qué cara va a darle aliento a las barbaridades que están ocurriendo en otro país?
Otro aspecto revelador del discurso del (para bien o para mal) líder opositor es su solicitud de «insistir hasta que el poder de las armas esté de nuestro lado». Ante la posibilidad de que se interpretara que ese lado es la ultraderecha fascista, el no muy eficiente orador explicó que se refería «al pueblo y la Constitución». ¿Puede haber una demostración más directa de que su propósito es llegar al poder mediante algo parecido a lo que acaba de ocurrir en Bolivia, donde la traición, primero policial y luego militar, ha sido clave en el desconocimiento de una victoria electoral por más de 10 puntos porcentuales?
El autoproclamado, horas después de una matanza y de que su «homóloga» decretara la impunidad de los homicidios y otros delitos cometidos por la fuerza pública, expresó su felicidad porque “Bolivia transita hacia la democracia y la libertad”. Ya está claro cuáles son los conceptos que tienen de esos dos valores este personaje y los de su especie. Ya pueden también imaginar los militantes opositores indígenas, afrodescendientes o mestizos pobres lo que les vendrá si estos émulos del «Macho» Camacho y de la rubia forzosa Áñez llegan al poder aunque sea por unos días. Los chavistas -cree uno- están conscientes de esto hace tiempo. Ojalá sea cierto.
Un tercer punto que merece análisis en la exposición del diputado que dice ser presidente es su curiosa explicación de por qué estuvo bien devolverse pa’ la casa, si el lema era muy tajante: «Calle sin retorno». En realidad, la frase es en sentido figurado, se refiere a una agenda de protestas, no significa que haya que quedarse sentado en el asfalto, esperando el cese a la usurpación, sobre todo si es sábado y muchos cuerpos lo saben.
No puede dejarse de lado un punto rayanos en el ridículo, seguramente impuesto por uno de esos estrategas de imagen política que, cual aves de rapiña, siempre merodean donde hay dólares. Se trata del “acto de consagración” que supuestamente iba a oficiar un sacerdote católico para dotar al parlamentario de la protección de Dios y la virgen María. La pasión de este hombre por las autoproclamaciones es tan fuerte que terminó por también autoconsagrarse… Pero, más allá de la ridiculez, se trata de nuevo del empeño en replicar en Venezuela el retroceso de cinco siglos que se pretende hacer en Bolivia, donde con la Biblia como fetiche han entrado los golpistas más retrógrados al Palacio de Gobierno.
(Clodovaldo Hernández / LaIguana.TV)